Hablemos de… oratoria

JULIO CESAR TENIA BUEN DISCURSO… Y NO NECESITABA ALGORITMOS.

Estoy leyendo la nueva trilogía de Santiago Posteguillo sobre la vida de Julio Cesar, así que este y seguro muchos más escritos tendran como eje el imperio romano, porque realmente me fascina esa época y sobretodo lo relacionado al aspecto político y militar. Cuando estos personajes eran sus propios asesores políticos.

Y en esos momentos que se pierde mi mirada de las páginas y empiezo a divagar en mi propio metaverso, me pregunto qué haría Julio César si viviera hoy. Probablemente tendría una cuenta de X (Twitter) con millones de seguidores, haters por montones, reels virales cada semana y un community manager agotado. Mucho de lo que tienen de sobra algunos políticos actuales, pero estoy seguro que no dependería del algoritmo. César no necesitaba un filtro ni un hilo de 280 caracteres para mover a la gente: le bastaba con hablar. Y según la novela de Posteguillo, predicaba con el ejemplo.

La oratoria era su arma más poderosa , su estrategia y su sello de marca (no misiles nucleares como otros). En el Foro Romano no se medían “likes”, se medían aplausos, y especialmente la convocatoria que generaba un buen orador.

Y un buen discurso podía cambiar el curso de una batalla o el destino de una república, o al menos eso lo demuestran las memorias escritas en aquellos tiempos.

El poder de la palabra: de Roma al siglo XXI

Así como de Julio Cesar, se habla de Cicerón, en una época donde hablar bien era sinónimo de poder. La oratoria era mucho más que una habilidad: era la estructura invisible que sostenía la autoridad. Quien sabía hablar podía convencer, emocionar e incluso obtener los votos para dirigir un ejército.

Hoy, más de 2.000 años después, seguimos igual de vulnerables a la magia de una buena palabra, aunque el escenario haya cambiado. Ya no es el Senado romano, sino un TL de Instagram; no hay toga, hay traje y corbata (o traje de miliyar de acuerdo a la ocasión); no hay masas, sino audiencias digitales que hacen scroll mientras deciden si te escuchan tres segundos más.

Pero lo fascinante es que, a pesar de la tecnología, el impacto del discurso sigue siendo innegable. Un estudio de la Universidad de Princeton demostró que las personas confían hasta un 35% más en quien pueden ver y escuchar en vivo, frente a quien solo comunica por texto. En política, esa cifra crece: el Edelman Trust Barometer 2025 señala que el 68% de los ciudadanos dice confiar más en líderes que se expresan de forma “auténtica y presencial” que en quienes solo publican mensajes en redes.

Nadie duda del poder de las redes sociales. Son el escenario donde se definen reputaciones, se pierden elecciones y se gana influencia local e internacional. Pero confundir viralidad con oratoria es como pensar que un micrófono te convierte en cantante (Bueno… hay excepciones).

Las redes amplifican lo que ya existe, pero no reemplazan el talento. De hecho pueden amplificar los errores: un mal discurso se nota más rápido en video que en una tarima. Lo que antes podía quedar entre los muros del Senado, hoy se replica millones de veces, al instante, con subtítulos e incluso con memes de bono.

La oratoria como pilar de la marca personal política

La oratoria es mucho más que hablar bien; es un arte, donde muestras tu identidad, liderazgo y lo que para mi es vital… tu coherencia.

Un buen orador no solo transmite ideas, genera percepciones. La forma en que respira, mira, entona o hace pausas comunica más que el mismo texto, o al menos, le da un contexto. Un estudio de MIT demostró que el tono de voz tiene un impacto emocional hasta un 50% mayor que el contenido semántico de las palabras. Es decir que, la gente recuerda cómo les hiciste sentir, no exactamente lo que dijiste. Ojo… storytelling.

Por eso, líderes como Zelensky, Trump o incluso Milei (desde su estilo explosivo) dominan el escenario: todos entienden que un discurso no es información, sino emoción. Y en el mundo de la política, la emoción es una moneda de poder.

Julio César, el influencer

Julio César entendió algo que muchos olvidan: que el poder político no se impone, se construye desde el relato. Sus discursos mezclaban tres elementos clave que Aristóteles ya había identificado siglos antes: ethos (credibilidad), pathos (emoción) y logos (razón).

Su oratoria más que convencer al Senado, emocionaba al pueblo. Cuando hablaba de Roma, no recitaba datos, contaba historias; porque su historia era la de Roma, él venia de vivir en la Subura, desde el corazón del pueblo, e incluso cuando ya tenía un nombre, seguía viviendo en esa casa. Y desde ahí hablaba con su gente a viva voz, sin necesidad del internet.

Muchos políticos creen que la oratoria pertenece a otra era. Que los discursos largos no sirven en los tiempos del scroll. Pero es un error pensar que la oratoria compite con las redes. En realidad, la oratoria es el guion que da sentido a lo digital. Si no hay estructura narrativa detrás de las palabras, el mensaje muere tán rápido como nace, y pasa a la historia sin trascendencia.

Por eso, un político que sabe hablar sigue teniendo ventaja sobre uno que solo sabe postear.

En esta hipercomunicación, el silencio estratégico y la palabra bien usada son armas de diferenciación. Cuando un político habla desde la verdad, con dominio escénico, con conexión emocional, se ve la diferencia: deja de ser contenido para convertirse en significado.

Las redes pueden ayudarte a llegar, pero tu oratoria te permite quedarte.

ConcluYENDO…

El mundo necesita más líderes que sepan hablar, no solo publicar. Porque cuando un político domina el escenario, no solo transmite ideas, proyecta autoridad, empatía y propósito. Y eso, por ahora, ningún algoritmo puede simularlo.

Así que la próxima vez que te subas a un podio, mires una cámara o abras un micrófono, recuerda:

Julio César no tenía redes, pero tenía algo que muchos influencers envidiarían: una voz que movía imperios